¡Hola, nueceros! Dark
al habla (o al teclado).
Morrigan está trabajando y estudiando duro para un examen, así que me ha dejado al mando durante unos
días. Con suerte encontrará un ratín para que podamos escribir una reseña antes
de que empiece el nuevo curso y nuestras vidas se pongan patas arriba y no nos
veáis en otros seis meses. Por el momento, y sin que sirva de precedente (para
que no bajen las visitas, sobre todo), he decidido hacer una entrada, para que
esto no coja telarañas y podáis escribirnos comentarios bonitos… … o no.
Hace unos meses,
encontré en mi TL un tweet que enlazaba a un artículo sobre el rechazo de manuscritos en las editoriales. Me entró la
curiosidad y entré, sin saber muy bien qué esperarme. De forma resumida puedo
contaros que el texto pone al descubierto cómo algunas editoriales (en este caso extranjeras, pero estoy segura de que en España no nos quedamos atrás) juzgan una
obra literaria no por su contenido ni por su calidad, sino por el autor que hay
detrás. Si eres un desconocido, probablemente te encontrarás con una puerta
cerrada y (si tienes suerte), un/a carta/email/pañuelo estándar de rechazo; si
eres un autor con un público entregado o, en su defecto, una persona famosa,
tienes una oportunidad asegurada. Por supuesto, sabemos que esto no es cierto
en todos los casos, porque sino no tendríamos autores noveles en el mundo, pero
son datos que no dejan de hacerte pensar.
Personalmente, cuando
leo esta clase de cosas, mi pequeño ángel y mi pequeño demonio empiezan a
discutir: el primero, con su arpita, me habla del camino lógico por la que la
evolución social y cultural nos ha traído a esta situación; el segundo me
pincha en el cuello con el tridente y me pide que prenda fuego a cosas.
Cabe decir que nunca he cedido al impulso, pero no porque no le escuche, sino porque sé que un día subirá el nivel del mar y nos ahogaremos de todas formas, y no quiero pasar el resto de mi vida en la cárcel.
Cabe decir que nunca he cedido al impulso, pero no porque no le escuche, sino porque sé que un día subirá el nivel del mar y nos ahogaremos de todas formas, y no quiero pasar el resto de mi vida en la cárcel.
Objetivamente, es
normal que haya editoriales que rechacen manuscritos. Hasta ahí seguro que
todos estamos de acuerdo. Y el hecho de que estos hayan ganado o no un Premio
Nobel o un Booker Prize es circunstancial: los editores, como nosotros mismos,
no se han leído todos los libros del mundo, y es difícil seguirle la pista a
todas las novelas que han ganado tal o cual premio.
Además, lo que a una
editorial le gusta quizá no le gusta a otra, o la “calidad literaria” que
tratan de alcanzar podría simplemente variar. Tan normal como que hay gustos:
mi libro favorito puede parecerte a ti una basura, y como somos personas civilizadas, tengo
que aceptarlo y no saltarte a la yugular.
Aunque esté trillado,
el angelito considera, sin embargo, que hay un argumento que sobresale por encima
de todos los demás. Uno que ya hemos oído mil veces, y que utilizarán en este
mundo mil veces más: “una editorial es un negocio”.
Y entonces es cuando yo
me pregunto: si es un negocio, ¿por qué esperamos de ellas que nos den productos
de calidad u “obras de arte” (aunque este término es tan confuso que solo me
atrevo a cogerlo con pinzas)? ¿No es lo más simple que elijan de entre todas
las propuestas los libros de famosos, que saben que se van a vender, o aquellos
que arrastren especial polémica detrás? Las grandes editoriales (y no incluyo
aquí a las especializadas, con una clientela minoritaria que acude a ellas conscientemente) no nos venden los clásicos creyendo que sean buenos o
malos desde el punto de vista artístico, sino porque saben que tienen una
tradición detrás y seguirán siendo necesarios para todos los que estudiamos.
Las grandes editoriales no tienen conversaciones sobre las metáforas, los
juegos de palabras o lo brillantísimo que puede ser un determinado diálogo de
una novela: lo que quieren es vender. Reconocerán un buen o mal manuscrito,
pero a la hora de la verdad, se fijarán en el nombre que lo firma y las
posibilidades de marketing. No sé mucho sobre el negocio dentro de una empresa de este tipo, pero he escuchado a editores
decir que no estaban contentos con un determinado manuscrito, pero que lo
publicarían porque el autor tenía un nombre.
Y mientras, hermosas
historias aguardan en cajones a que alguien les dé una oportunidad.
Disculpadlas por tener a un genio que no ha sido reconocido detrás. Los nombres
de Belén Esteban y E.L. James ya estaban cogidos, qué queréis que os diga.
Me diréis que hay otras
opciones. Si alguien se quiere a dar conocer, no necesita atarse a una
editorial. Puede autopublicarse. Puede poner su libro en Amazon, o en un blog
para descargar. Por supuesto. Eso no es nuevo. Yo también he escrito y he
publicado en internet, cuando era más joven, y usaba los típicos foros para
compartir mi historia. Pero la distribución no es la misma, y aún hay gente que
se resiste a los libros electrónicos y a las compras por internet. No vas a
alcanzar el mismo número de lectores.
Aunque igual se gana
más así, si es que alguien lo hace por dinero, porque no es como si a los
escritores se les pagase mucho por su trabajo. No todo el mundo puede tener la
suerte de J.K. Rowling, aunque por mi parte admiro a aquellos que ponen su obra
gratis en Internet, probablemente más por la difusión que por el gesto
altruista de difundir cultura… pero oye. Mejor eso que escuchar que los libros
deben bajar de precio pero no ser gratis porque los escritores tienen que comer
(y son palabras textuales de alguien conocido que se dedica a la escritura): debe de ser muchos lectores somos ricos, claro. Personalmente, si
fuera escritora me preocuparía más de lo que chupan las distribuidoras y la
propia editorial (no pun intended).
Dejando a un lado el
tema de los precios abusivos, de los que podríamos hablar durante horas (¿cómo
un ebook vale lo mismo, en algunos
casos, que la edición en papel? ¿Es que se gasta lo mismo tomando la
maquetación y subiéndola a la red que imprimiendo 600 páginas? ¿Estamos locos o
qué nos pasa?), no puedo quedarme tranquila hasta que mencione lo que el mundo
comercial ha hecho en relación al etiquetado. Me refiero a trazas inventadas
como “infantil”, “juvenil” y “adulto”. A lo mejor es porque soy un espíritu
libre que no cree en jaulas para el intelecto, o tal vez que encasillar las
historias es una aberración. Porque lo siento, pero una buena novela es debería
ser disfrutada por todos los públicos, por sus mil matices. No entraré en el
aspecto de los temas de los que trata, que pueden o no ser aptos para ciertas
edades. Hablo de la historia en sí. Porque como comentaba hace unos días en un
par de tweets, he leído historias que son tanto para jóvenes como para viejos,
para niños, adolescentes y adultos por igual. Y me asquea ver en los catálogos
y en las colecciones cómo encasillan Alicia
en el País de las Maravillas o Los
viajes de Gulliver (y pasando por el incomprensible caso de alguna obra de
Sylvia Plath) en la sección de jóvenes. Si bien la primera sí fue concebida
para un público más niño, desde la perspectiva actual resulta imposible que un
niño/estudiante de secundaria entienda todas las implicaciones de cualquiera de
esas novelas. Por favor, si estoy equivocada, hacédmelo saber.
Algunos me diréis que
las etiquetas son simples pistas o indicaciones para el padre despistado que
quiere hacer un regalo, pero lo que han causado ha sido, más que una ayuda,
un estorbo y una barrera a tener en cuenta: muchos se las han tomado al pie de la letra, y han empezado a trazar
líneas. Hace algún tiempo, mi familia, sin ir más lejos, me soltaba las típicas
pullas de “¿eso no es un libro para niños? Deberías empezar a leer cosas para
adultos”. Bastante me costó que mi madre comprendiera que la magia de las
novelas “dedicadas” a una audiencia infantil es uno de esos guilty pleasures (aunque en realidad no
es que lo oculte: SÍ, ME GUSTAN LOS LIBROS INFANTILES, Y SI TIENEN DIBUJITOS,
MEJOR QUE MEJOR).
No cabe duda de que la
literatura actual no es solo la editorial en sí, y temo que malinterpretéis esta
entrada como un ataque directo hacia el sector. Ni mucho menos: los lectores
también tenemos la culpa, porque nos comemos lo que nos ponen en la mesa, desde las modas
de géneros y subgéneros hasta el escritor del momento. Somos lectores, lo que
quiere decir también que somos consumidores, y las editoriales no pierden la
oportunidad de vendernos lo que tengan del modo en que haga falta. Por eso
ponen esas frases ridículas en las encuadernaciones de los libros, indicándonos
a qué bestseller se parece el último
libro que han publicado, o ponen una frase de halago de un
autor/blogger/personalidad que el presunto comprador pueda reconocer. Dejadme
deciros que eso ya se hacía en la imprenta del siglo XVI. La diferencia es que
antes lo ponían dentro, para que diera menos vergüenza ajena adquirir
“El libro que tuvo a Christian Grey sin pensar en sexo durante una
semana”
o
“La historia que me
habría gustado escribir a mí”
—La
nariz de Lord Voldermort
Necesitaría varias
entradas como esta para hablar de todo lo que veo en el mundo del libro que me
hace fruncir el ceño. Necesitaría uno para hablaros del lector tipo y del
propio autor, pero no creo que esté en mi mano hacerlo. En su lugar, os animo a
que dejéis vuestras opiniones, porque en este blog nunca se le dice que no a un
buen debate: ¿Creéis que nos dirigimos sin remedio a un paraíso para la lectura
exclusivamente comercial? ¿Creéis que los “famosos” lo tienen más fácil para
publicar o que se examinan objetivamente los manuscritos? ¿Christian Grey o la
nariz de Voldemort?
P.D.
Esta entrada ha sido aprobada antes de su publicación por Morrigan.